miércoles, 1 de febrero de 2012

EL ENCUENTRO

Esta mañana nos encontramos, de casualidad, no podía ser de otra manera.
Yo iba apresurada pensando en el trámite que debía hacer a una cuadra de allí; vos, embebido en vaya a saber qué reflexiones, pasabas junto a mí sin haber advertido mi presencia.
Extrañamente, pude reaccionar con suficiente rapidez como para alcanzar a decirte, antes de que te alejaras: "Buenos días! ¿Ahora pasa sin saludar?"
Entonces levantaste la cabeza y sonreíste, nos saludamos con un beso fraternal y hablarmos un rato apenas. Me contaste algo de tus vacaciones, yo te comenté menos aún sobre las mías, reiteraste algunos de esos viejos elogios que ya no me creo siquiera. Que estoy hecho una rosa. Que soy muy guapa. Que ni aún las preocupaciones cotidianas logran opacar mi belleza.
Lástima, ya no te creo. Lástima, ya no me emociona tu presencia.
Lástima, el beso de saludo y el beso de despedida ya no me han producido ningún estremecimiento. ¡Qué pena, ¿no?!
Nos despedimos y cada uno siguió su camino.
En dos minutos ya no importaba haberte visto.
Hubo algo entre nosotros, es cierto.
Algo tierno, emotivo, doloroso por momentos. Pasiones contenidas. deseos guardados con excusas basadas en realidades o costumbres sociales inculcadas desde niños.
Ahora, solo me quedan los recuerdos. Al menos, a mí me quedan los recuerdos. Me pregunto: ¿También recordarás lo que hubo entre nosotros..?

martes, 31 de enero de 2012

El pecado de preguntar

Qué cansada estoy de tanta soledad. Soledad acompañada, rodeada de gente y de palabras, de silencios curiosos y miradas que no entienden... ni pretenden entender, siquiera.
A la vista de la gente, tengo una buena vida. Alguien que me quiere, una mascota compañera y solidaria, hijos sanos y nietos llenos de vitalidad.
Pero hay un hueco en mi interior que permanece vacío, un hueco cuyas dimensiones desconozco porque no sé de qué manera se puede calcular.
Un hueco donde deberían estar, tal vez, las ilusiones. O tal vez, las esperanzas. O posiblemente, alguna fantasía que me diera impulsos para seguir adelante.
Hay que seguir viviendo, dice la gente. Pase lo que pase, hay que seguir adelante. Y una vez más en mi vida repito este pecado imperdonable que vuelve a hundirme en las sombras: el pecado de pensar.
De pensar y hacerme preguntas. ¿Por qué hay que seguir siempre, indefectiblemente, pase lo que pase, sintamos lo que sintamos, contra viento y marea?
Cuando se muere el amor. Cuando se pierde la juventud. Cuando se acaban las fuerzas. Cuando se termina la alegría. Cuando la muerte empieza a quitarnos los seres más queridos. Cuando ya no podemos creer en los otros. Cuando hasta la fe se ha convertido en solo una palabra sin sentido.
¿Hay que seguir? ¿Por qué...?



lunes, 30 de enero de 2012


Habían comenzado las vacaciones de invierno. En la mañana ventosa la madre salió con el pequeño para hacer una caminata por la plaza más cercana del barrio.  Cuando estaban cruzando la avenida, apareció un grupo de personas enarbolando carteles con una sola palabra escrita en grandes letras. Algunas de las personas iban gritando, otras lloraban, varias de ellas caminaban abrazadas, apoyándose unas en las otras.

El niñito los miró asombrado y le preguntó a la madre qué les pasaba; ella le respondió que estaban tristes porque una persona de la familia había tenido un accidente. Cuando hicieron dos cuadras más vieron que avanzaba una columna de mujeres llevando carteles iguales a los que llevaba el grupo que habían dejado atrás, pero con ellas iban varios hombres llevando cámaras filmadoras. El pequeño los miraba fascinados y preguntó a su madre si estaban filmando una propaganda. Ella le respondió que no, que solamente estaban pidiendo algo.

Cuando llegaron a la plaza, se encontraron con una gran cantidad de gente que llevaba carteles y pancartas. Aunque no sabía leer, el niño comprendió que se trataba de la misma palabra y entonces le preguntó a su madre qué decía. “JUSTICIA”, le contestó ella, antes de apretarle la manito para cruzar hacia la vereda de enfrente.

Mamá, preguntó el pequeño, ¿qué quiere decir justicia?

Y la madre bajó la vista y respondió: Justicia es cuando cada uno recibe lo que merece. Cuando el que más estudia recibe la mejor nota, por ejemplo, ¿entiendes?

Pero en su interior quedaba una definición más precisa que su pequeño no estaba en condiciones de comprender todavía.

Justicia es una silueta solitaria que vaga por las calles, esperando ser atendida.

Justicia es una figura dolorida porque nadie la recibe, los que deben atenderla la hacen a un lado, los que la piden agonizan en la inútil espera, los que juran defenderla y protegerla la traicionan y descartan.

 Justicia es una pobre mujer, desnuda y solitaria, maltratada, burlada y despreciada cada día, mientras la gente recorre las calles llamándola a los gritos, llamándola con sollozos lastimeros, llamándola en vano.



 LA AMIA TAMBIEN SIGUE PIDIENDO JUSTICIA


lunes, 16 de enero de 2012

Todo lo sabía

Sé que alguna vez formaste parte de mis sueños, de mis fantasías y proyectos de futuro. De un futuro efímero que jamás llegó a concretarse.

Sé que fuiste importante en mi vida, valioso, fundamental, imprescindible.
Que llenaste mis horas de desvelos y proyectos fantasiosos que resultaron vanos.
Que tu solo nombre despertaba en mí estremecimientos profundos y lágrimas fáciles.
Que el sonido de tu voz me emocionaba y tus silencios me llenaban de incertidumbres y tristezas.

Sé que pensaba que nunca dejarías de ser fundamental y amado, ansiado, añorado, extrañado.
Pero siempre supe que un día habrías de irte, caminando despacio, silenciosamente, sin explicaciones ni despedidas.
Sabía que tenías que dejarme, que debías abandonarme para retornar a la rutina plácida y amable de tu vida, mientras yo regresaba a esta soledad de páginas en blanco, de palabras flotando en busca de una pluma que las convierta en letras, mientras mi mano descansa sobre mi regazo vacío de esperanzas.
Sabía que ibas a marcharte sin dejarme un abrazo, una palabra cariñosa, un beso.
¡Y no me digas que estaba equivocada!
¿O acaso no te has ido ya de esa manera...?

miércoles, 7 de octubre de 2009

SOLTAR AMARRAS




Un día de otoño llegué a este puerto desconocido, lleno de excitación, curiosidad y anhelos.
Dejé mi nave amarrada y descendí, inquieta y presurosa, para comenzar a recorrer las calles, las plazas, los senderos, los comercios...
Pasado el primer impulso mis pasos fueron precavidos. Avanzaba mirando cada puerta, cada casa, cada árbol, cada sombra...
En algún momento hallé una mano que se tendió para aferrar la mía, una mano tibia y afectuosa que me brindó apoyo, amparo y compañía. Tomada de esa mano recorrí nuevos lugares y aprendí el sentido de frases y palabras foráneas, hasta entonces desconocidas para mí. Conocí otra gente, algunos amables y afectuosos, otras reservadas, calladas y solemnes. Algunas se ganaron mi cariño, otras, se dejaron conquistar por mi sonrisa y esa inacabable ansiedad de convertirme en descubridora de senderos.
Ahora me doy cuenta que mi nave ha estado amarrada demasiado tiempo en este puerto.
Que la mano que me sostenía se ha ido debilitando poco a poco.
Que ya no me acompaña ni sostiene.
Que las luces se han apagando una a una, para dar lugar a tantas sombras...
Ya no siento afecto ni apego, ni veo sonrisas respondiendo a las mías.
¿Todo se ha convertido en rutina, será tan solo eso?
He pasado días dudando. Al fin, me he decidido a levar anclas.
Sin ceremonias ni despedidas, sin lágrimas, abrazos ni lamentos.
Ha llegado la hora de soltar amarras.
Y mientras la costa, ya sin misterios ni atractivos para mí, comienza a alejarse, el mar se convierte en un espacio de insondable distancia que me separa de aquella mano tendida, que tal vez, haya encontrado alguna otra para sostener.
Levanto la mía y digo adiós.

jueves, 6 de septiembre de 2007

En el bosque


Ya no quiero esperar, debo buscarlo. Ingreso lentamente en el bosque umbroso y fresco y camino por el sendero angosto, contruido por el transitar permanente de los aldeanos que viven del otro lado.
Los pájaros continúan su trinar armonioso, como si no hubieran advertido mi presencia.
Sé que él está allí, oculto entre los árboles, agazapado en la espesura, acechante, aguardando el momento para dar el salto. Pero no temo. He vivido demasiado en las ciudad de las carreteras abarrotadas, las casas enrejadas, los barrios sombríos poblados de habitantes agobiados por el miedo y la desconfianza. Este peligro animal, primitivo y salvaje me resulta atractivo, vital, excitante.
Mantengo el ritmo lento de mis pasos, que despiertan el crujir de las hojas secas que alfombran el sendero. Avanzo.
Los árboles son cada vez más altos; sus troncos robustos dan una imagen de solidez inalterable, mientras sus ramas añejas se entrecruzan en lo alto, formando una cúpula por la que se filtran apenas los rayos del sol de invierno.
Intuyo su presencia, moviéndose sigilosamente a mi paso, conservando la distancia, invisible y alerta.Sé que no va a permitir que escape.
La semilla del miedo comienza a germinar en mis entrañas y trepa hasta mi boca tomando la forma de un grito sofocado. Pero es tarde para intentar el retorno. Tarde para desandar el camino, que a mis espaldas se pierde entre la espesura inexpugnable.
Sigo adelante, atenta al cambio de sonidos que se ha ido generando con mis pasos. Las aves han callado.
Las hojas, de verdes intensos y variados, parecen contemplarme.
Una flor enorme, de rojo intenso y vibrante, se desliza entre las ramas para quedar pendiendo ante mis ojos. Siento su aroma, perturbador, intenso, cálido; exuda un líquido pagajoso que parece sangre. Esquivo su contacto y sigo adentrándome en la espesura selvática.
De pronto, una docena de lianas desciende simultáneamente como un telón viviente, cerrándome el camino. El sendero ha desaparecido.
Estoy atrapada. El se acerca. Siento el crujir de hojas aplastadas por su peso. Giro con lentitud, el corazón saltándome agitado. El está allí, inmóvil, vestido de una belleza imponente y sublime.
Sus ojos amarillos me miran fijamente. Sé que va a saltar y lo espero: siempre supe que no iba a poder con él. Vine solo a morir entre sus fauces.***


¿Te animas a interpretar este cuento?

miércoles, 13 de junio de 2007

La amiga




Encendió el acondicionador de aire y la computadora, dejó escapar un suspiro de alivio y se dejó caer en el sillón giratorio, agotado por el esfuerzo de atravesar el estacionamiento que el sol de diciembre convertía en una caldera.
Se dejó estar unos minutos, mientras el aire fresco iba absorbiendo el olor a pintura fresca y papeles húmedos que lo recibiera al ingresar. Sobre el escritorio lo aguardaban docenas de carpetas prolijamente apiladas: las azules, declaraciones juradas; las verdes, actualizaciones impositivas. Las rosas, facturaciones comerciales listas para ordenar.
Números. Operaciones matemáticas. Nombres. Horas y horas de trabajo, de concentración, de cansancio. Horas que transcurrían privadas del afecto, del placer, del ocio. Horas que habían dejado de pertenecerle. Trabajo. Trabajo y más trabajo. Tiempo que se fue, irremediablemente. Tiempo sin retorno.
En algún momento de este camino, algo de su vida se había ido perdiendo también. Conservaba su familia, sí: una mujer, hijos, hasta un par de hermosos nietos, que lo miraban con afecto, lo abrazaban, compartían con él reuniones familiares, conversaban, intercambiaban opiniones sobre los acontecimientos de la rutina cotidiana. Pero podía percibir que algo estaba faltando en su vida. Algo que había tenido, que lo había hecho profundamente feliz, y que había perdido. Y lo sabía porque había empezado a sentirse solo.
Echó una mirada fugaz al teléfono, inmóvil y silencioso testigo del descubrimiento de su soledad y se preguntó por qué no sonaba. Ella debería llamarlo, como solía hacerlo, con alguna de esas excusas ingenuas y sin fundamento que le hacían sonreír. Por el solo placer de oírlo, había dicho ella varias veces; porque le gustaba su voz, su manera de hablarle, solamente por eso.
No podía aceptar que ella no lo llamara. Aunque él era el único responsable de ese silencio, porque le había contado que estaba abrumado por el trabajo y no encontraba el tiempo para finalizar, de una vez por todas, con esa interminable serie de compromisos que le caían encima cuando estaba por terminar el año. Seguramente ella sintió que debía respetar su tiempo, hacerse a un lado para que pudiera ocuparse de su tarea sin interrupciones ni distracciones. Por eso no lo llamaba.
Porque –él bien lo sabía-, además de amarlo, ella lo respetaba.
Se sorprendió él mismo del pensamiento: ella lo amaba. Hablar de amor, del amor de una mujer, ¿tenía derecho a hacerlo? Por un momento, se sintió culpable. Pero no podía negar la realidad: ella lo amaba, aunque no lo hubiera dicho nunca con palabras. Porque se lo confesaba con sus ojos, brillantes de ternura cuando lo escuchaba, siguiendo sus palabras como si fueran un tesoro que podía mantener atrapado con la mirada. Con la tibieza de sus manos, cuando se extendían para saludarlo y se quedaban unos segundos aferradas a las suyas. Cuando le hacía confidencias, le pedía consejos, le transmitía sus dudas.
Sin embargo, él estaba seguro de no haber hecho nada para alentar aquellos sentimientos; siempre había conservado la distancia, una distancia prudente y protectora, destinada a evitar la posibilidad de generar falsas ilusiones. Para él, ella era una amiga. Una amiga apreciada, valiosa, querida, pero no más que una amiga. Si le gustaba hablar con ella era porque tenían gustos afines, opiniones semejantes, anhelos comunes, inclinaciones espirituales compartidas. Por eso podían hablar durante horas, frente a frente o por teléfono. Por eso podían extrañarse, desear un encuentro, hacerse confidencias y darse aliento para enfrentar las situaciones difíciles que cada uno pudiera encontrar circunstancialmente en algún momento de la vida. Él la quería como amiga, sólo eso. Y como amiga, la extrañaba.
Pero sabía que el sentimiento de ella era algo más profundo y significativo, y estaba dispuesto a entender que se hubiera cansado de esperar en vano que él le correspondiera de la misma manera. Tal vez por eso había decidido no llamarlo más.
Pasó dos, tres, cuatro horas dedicado al trabajo. De tanto en tanto, miraba hacia el silencioso teléfono, ofendido y molesto porque no respondía a sus deseos. Finalmente, el ardor de los ojos cansados le indicó que había llegado la hora de volver a su casa. Ordenó el escritorio, apagó el ordenador, el acondicionador de aire y las luces, y emprendió el camino hacia la puerta que conducía al estacionamiento.
Acababa de cerrar con llave cuando el teléfono empezó a sonar. El corazón le dio un vuelco, los latidos se apresuraron, y una ansiedad incontrolable lo dominó mientras volvía a abrir la puerta y desandaba casi corriendo el trayecto hacia el escritorio. Entonces, cuando descolgó el tubo y escuchó la voz de ella, comprendió que se había estado mintiendo a sí mismo durante todos aquellos meses en que la llamaba amiga. Porque ella le dijo: “hola”, y el corazón le saltó de regocijo. Mientras el sonido de la voz femenina lo llenaba de una dulce embriaguez, supo con certeza que él también la amaba.